2) Los Noventa y la crisis de 2001 en Argentina
En 1989 se vivió en
Argentina un periodo fuertemente inflacionario. Paralelamente, a
través de dos comicios electorales (1988 y 1989), estaba creciendo
la figura de Carlos Menem que, de alguna manera, supo coagular las
dos corrientes al interior del peronismo. La necesidad de cambio a
nivel económico y su apoyo político le permitieron ascender a la
presidencia, olvidarse de lo que había prometido en las campañas
electorales e implementar unas reformas estructurales necesarias
por un lado y desastrosas por otro.
En un clima
internacional en el cual las economías de casi todos los países
del mundo se abrían a la expansión comercial y financiera de los
mercados internacionales, Argentina no podía faltar al banquete,
pero primero tenía que resolver su inflación galopante.
El gobierno de
Menem aprobó entonces una serie de medidas económicas y de
reformas del Estado: se acabó con “los regímenes de promoción
industrial, regional y de exportaciones y las preferencias que
beneficiaban a las manufacturas nacionales en las compras del
estado”, se dio luz verde a los despidos, se abandonaron los
privilegios salariales en la administración, se privatizaron
muchísimas empresas estatales abriendo ingentes mercados y
sectores productivos a las empresas extranjeras [Gerchunoff y
Llach, 2003; pp. 429-430]. Las primeras privatizaciones, por
ejemplo Aerolíneas Argentinas, las compañías telefónicas, las
carreteras nacionales o YPF, facilitaron rentas elevadísimas para
los nuevos monopolios privados [Ibidem, p. 437].
Sin embargo, los
dos primeros ministros de Economía del gobierno Menem, Miguel Roig
y Néstor Rapanelli (ambos altos ejecutivos de la Bunge y Born,
empresa multinacional de origen argentino, que de hecho se hizo
cargo de la reestructuración económica), no pudieron hacer nada en
contra del problema central de la coyuntura económica. Tampoco el
tercero, Antonio Erman González, solucionó la hiperinflación y
tuvo que dejar la cartera a Domingo Cavallo.
Del binomio Menem-Cavallo
surgió la Ley de Convertibilidad (abril de 1991), que fijaba el
cambio a 1 peso = 1 dólar y de hecho casi anulaba la inflación.
Esta decisión, junto al abaratamiento de las importaciones,
produjo el aumento del poder adquisitivo de los salarios reales y
un crecimiento tan elevado de la demanda interna de bienes y
servicios que tampoco la recuperación productiva y las
importaciones pudieron sostener. La natural consecuencia de ello
fue el aumento del déficit en la balanza comercial [1]
Al mismo tiempo, el
país redujo su déficit público a través de una reforma tributaria,
del combate contra la evasión y de las innumerables
privatizaciones; de esta manera alimentó expectativas positivas y
animó la llegada de nuevos capitales, mientras los efectos
positivos del nuevo boom productivo superaban los negativos
generados por las reformas estructurales. Todas estas condiciones
permitirán la reelección de Menem en 1995 a pesar de que el
déficit de la balanza comercial iba aumentando y sumándose a los
intereses de la deuda externa, y que la inicial reducción del
desempleo pronto terminó: entre 1992 y 1994 la tase de
desocupación urbana pasó de un 7% a un 12,2% [Ibidem, p. 435].
El crecimiento del
desempleo fue indudablemente la consecuencia de estos rápidos
cambios estructurales que apuntaban a una producción menos
trabajo-intensiva.
A finales de
diciembre llega el llamado “efecto tequila”, debido a la
devaluación del peso mexicano, que vació por el 25% las reservas
del Banco Central Argentino [2]. El gobierno reaccionó firmando un
acuerdo con el FMI [3] y la economía pareció haber esquivado la
crisis y haber reencontrado la tranquilidad; en 1995 Menem logró
ser confirmado, pero el año terminará con la primera caída del PIB
(-4,5%) desde la convertibilidad y con un 18,6% de desempleo [Ibidem,
p. 443].
Después de varios
escándalos y enfrentamientos políticos, el ministro Cavallo fue
remplazado por Roque Fernández (ex presidente del Banco Central):
en 1998 la recuperada productividad bajó el desempleo a una tasa
del 12,4% y redujo a la mitad el déficit de la balanza comercial
contraído en 1994 [Ibidem, p. 447]. La economía estaba de nuevo
funcionando bien y ahora las críticas dejaban de atacar a la
convertibilidad para subrayar la necesidad de las reformas del
mercado laboral y de la política fiscal. Sin embargo, las
políticas “parche” en estos dos ámbitos no cambiaron mucho la
situación existente: durante los años de buen crecimiento no se
decidió ahorrar para reducir la deuda ni tampoco la situación del
empleo mejoró substancialmente. Entonces, ya a finales de 1998, la
recesión estaba empezando y se encaminaba profundizándose en estos
dos caminos. “La tendencia mundial a una mayor desigualdad o al
crecimiento del desempleo […] se manifestaba en la Argentina con
una vehemencia inesperada para una economía de alto crecimiento” [Gerchunoff
y Llach, 2004; p. 101].
Las crisis en el
Sureste asiático y en Rusia y la devaluación de la moneda
brasileña hacían temer otro efecto tequila, mientras que la
apreciación del dólar frenaba la competitividad argentina; la
caída de los precios de las exportaciones argentinas y la fuga de
capitales dificultaban la recuperación. Además, la vulnerabilidad
del sistema de contratos (expresados casi siempre en la moneda
estadounidense) a las fluctuaciones del valor en dólares de los
ingresos, provocaba el incumplimiento de los mismos [Fanelli,
2002; p. 33]
La recesión se iba
convirtiendo en una verdadera depresión y la rigidez del sistema
de convertibilidad permitía soluciones anticíclicas muy limitadas
[Ibidem, p. 27]. Para aumentar las entradas del Estado, el
gobierno de Fernando de la Rúa (2000) decidió (en contra de todas
las teorías económicas en caso de recesión) aumentar los
impuestos, reducir los gastos y las transferencias a las
provincias, pero estas medidas solucionaron muy poco. El mejor
alumno del sistema financiero internacional estaba fallando y los
inversores internacionales se estaban dando cuenta.
Cavallo vuelve a
encabezar el ministerio de Economía y decide por un aumento de los
aranceles a los bienes de consumo y por una reducción de impuestos
en varios sectores productores de bienes. Además, a su anuncio de
redefinición del valor del peso, los mercados financieros
respondieron mal, interpretándolo como un claro debilitamiento de
la posición del país frente a la convertibilidad.
La fuga de
capitales fue tan fuerte que el gobierno (también para evitar
especulaciones sobre la posible salida de la convertibilidad) tuvo
que restringir los retiros de efectivos de los bancos. Fue el
llamado “corralito”, la gota que derramó el vaso y llamó a las
enormes protestas del diciembre de 2001 y la caída de De la Rúa.
Rodríguez Saá duro sólo una semana; el 6 de enero de 2002, el
presidente Duhalde decretó la salida del sistema de
convertibilidad con la promulgación de la Ley de Emergencia
Pública y Reforma del Régimen Cambiario [4]. El 9
de enero se estableció el nuevo tipo de cambio: 1,4 pesos = 1
dólar [5]. Y el 3 de febrero se aprobó con el
Decreto N° 214/2002 el reordenamiento del sistema financiero [6].
Cualquiera fuera la
causa inicial de esta grave recesión, el resultado fueron años de
crisis “tan intensos que si se incluyen por completo en este
periodo anulan prácticamente todo el crecimiento observado hasta
1998” [Gerchunoff y Llach, 2004; p. 100]. En 2002 casi la mitad de
la población es pobre (en 1998 un 28%) y un cuarto es indigente;
el PIB real de 2002 se acercó a un valor del 30% inferior al de
1998 [Fanelli, 2002; p. 26], con una desigualdad entre los
ingresos urbanos y los rurales del 60% y con las clases medias que
más de las otras se vieron afectadas por la crisis [Fiszbein,
Giovagnoli, Adúriz, 2003; p. 154].
Muchas fueron las
empresas en quiebra y muchos los trabajadores que se quedaron sin
trabajo a menudo sin realmente ser despedidos. General fue también
el deterioro en la calidad del trabajo [Ibidem, p. 155].
En esta situación
nacieron varios movimientos, desde la sociedad civil, que de
alguna manera respondían desde abajo a la crisis que se estaba
viviendo. Algunas fueron respuestas de simple (pero fuerte)
rechazo contra todo y contra todos, otras fueron propuestas
positivas hasta “productivas”: de los piqueteros a las redes del
trueque [7], de los cacerolazos [8]
a las asambleas vecinales, de las ollas populares a las empresas
recuperadas.
3) El movimiento de fábricas recuperadas
La reacción a la
crisis no se puede simplemente reducir al eslogan “que se vayan
todos”. La crisis económica creó un burbuja de resentimientos
sociales, económicos y políticos de grandes dimensiones y lista
para estallar. Los movimientos sociales elaboraron así varias
respuestas a esta grave situación. La primera reacción, la
irrupción del movimiento piquetero ya a partir del bienio ’96-’97,
fue sin duda la más violenta, la más combativa pero también “uno
de los hechos más significativo de las últimas décadas” en las
luchas antineoliberales en la Argentina [Svampa 2006, p. 2]. Los
desocupados alcanzaron gran visibilidad a través de los cortes de
ruta y de medidas de fuerza, las cuales terminaron también con
obtener reacciones contrarias desde una parte de los ciudadanos.
Así como se extendía el apoyo a estas acciones, también se
extendía el rechazo. Sin embargo, los piqueteros no fueron (y no
son) solamente piqueteros, en el sentido que no se dedican
solamente a los piquetes, sino que con el tiempo han desarrollados
acciones más “constructivas” que llevaron muchos desocupados a
participar activamente en otros movimientos sociales, así como
otros actores sociales en los mismos cortes de rutas: “el corte
como tal es multisectorial, allí todos los participantes son
piqueteros” [Rauber 2003, p. 2]. También con otras acciones, y con
el apoyo de otros actores, los piqueteros seguían mostrándole a la
sociedad argentina la otra cara de la tanto decantada
modernización o globalización económica.
Una segunda
reacción fueron las Asambleas Barriales que tuvieron un fuerte
impulso sobre todo hasta el 2003, y después fueron gradualmente
perdiendo importancia: las penetraciones de las agrupaciones de
partidos políticos convencieron a muchos ciudadanos sin
pertenencia de partido a abandonar las asambleas y, al revés,
muchos militantes de partido empezaron a desertarlas al no ser
bien acogidos o no recibiendo apoyo a sus propuestas. “Las
asambleas barriales se ahogaron en el propio apoliticismo que
predicaban y la práctica de lo que ellos mismos autodefinían como
un “abstencionismo activo”; desconociendo que el fenómeno
asambleario era, aún contra su propia negación, eminentemente
político” [Rodríguez 2007, p. 3].
Las fábricas
recuperadas representan, al contrario, una realidad todavía muy
viva y en expansión; además “han concitado desde el inicio una
fuerte simpatía y apoyos sociales, que fueron fundamentales para
su expansión y consolidación” [Svampa 2006, p. 8]. Las fábricas
ocupadas eran empresas que hace tiempo estaban viviendo un periodo
de crisis (declaraciones de quiebra, convocatorias de acreedores,
vaciamiento fraudulento de las plantas, cesación de pagos y
abandono de la producción por parte de los dueños), consecuencia
de la general situación económica que ya en los años ’90 estaba
causando numerosos despidos y reducciones salariales,
particularmente en los sectores metalúrgico y manufacturero. De
hecho las primeras ocupaciones fueron de la década pasada, cuando
los empresarios preferían cerrar las fábricas de mano de obra
intensiva optando para empresas menos intensiva en mano de obra [9].
Bajo el lema
“ocupar, resistir y producir” se pasó de una actitud simplemente
defensiva (la ocupación) a la ofensiva (la producción) buscando
apoyo en tres distintos niveles: primero que nada en el propio
trabajador y en su autonomía frente al empresario capitalista;
segundo en los vecinos y en la sociedad para conseguir apoyo y
solidaridad esenciales para sobrevivir; tercero en el Estado al
cual se pide la promoción de una legislación adecuada de
expropiación y el apoyo político del movimiento [Gambina, Racket,
Echaide y Roffinelli, 2006, p. 287]. Particularmente interesante
es el apoyo brindado por la Asamblea de Pequeños y Medianos
Empresarios en todo lo que se refiere a la gestión administrativa
de las empresas, así como por algunos sindicatos como la Central
de Trabajadores Argentinos o algunas universidades que han
desarrollado convenios de asistencia técnica o programas de
capacitación para los trabajadores, como la Universidad del
Comahue con la empresa Zanón en Neuquén, o la Universidad de
Buenos Aires [Ibidem, p. 289]. Además muy importante fue la
cooperación con lo piqueteros, las asambleas vecinales y los
movimientos sociales. De ahí se conformaron dos principales
movimientos: el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER)
y el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por los
Trabajadores (MNFRT). El primer movimiento (el más representativo)
se organizó en cooperativas autogestionadas [10]
que, según las palabras de su presidente José Abelli, se
consideran “los socios ideales en la pelea del Estado por la
empleabilidad” [Vales 2002] y la distribución de la riqueza, y ven
en él un gran apoyo para las expropiaciones; el segundo exige la
nacionalización de las empresas en quiebra (“estatización con
control obrero”) y considera que las políticas progresistas del
Estado simplemente reproducen una forma de autoexplotación pero el
mismo tiempo consideran el subsidio estatal necesario para
garantizar salarios dignos. Además, según el MNFRT, en el
escenario económico argentino, tan privatizado y tan concentrado,
las cooperativas vivirían el peligro de estar manejados por las
grandes transnacionales monopolistas. Para este segundo movimiento
lo que importa es el control obrero de los medios de producción
(asignados al Estado) y no la propiedad (ahora de un grupo de
trabajadores pero siempre privada). En el año 2004, según los
datos del Segundo Relevamiento del Programa Facultad Abierta de
Buenos Aires, se contaban 136 empresas recuperadas que ocupaban
8727 trabajadores. El 24% de ellas se encontraba en la Capital
Federal, el 56% en el Gran Buenos Aires y el 20% en las otras
provincias.
El cuadro 1 nos
ilustra los diferentes tipos de producción de las empresas
recuperadas. La mayor parte de estas empresas son PYMES: el 28%
emplean un máximo de 20 personas, el 33% hasta 50 y el 25% tienen
más de 50 trabajadores. El 24% han sido recuperadas en 2001, el
22% en 2002, el 40% en el bienio 2003-2004 [Programa Facultad
Abierta 2004, p. 8] y se estima que actualmente las cifras sean
aún más significativas: en 2007 hay más de 200 fábricas
recuperadas y todavía un 20% de las fábricas ocupadas no están en
la situación legal para empezar la producción [Gambina, Racket,
Echaide y Roffinelli, 2006, p. 291].
Los movimientos de
empresas o fábricas recuperadas, así como los piqueteros o los
movimientos indígenas, son considerados “nuevos movimientos
sociales”. Una corriente bibliográfica considera que estos nuevos
movimientos en realidad son constituidos por los viejos actores
sociales, los sectores populares, que están rearticulando la misma
protesta de antaño, mientras la otra corriente los considera
nuevos por su mayor politización (política en su verdadero
significado y no como política de partido), por su lucha por el
espacio público (no sólo entendido como la tierra o un determinado
territorio sino también como revalorización política, cultural y
económica de acceso a todo los espacios físicos: calles, plazas o
fábricas abandonadas) y también por su dimensión trasversal que no
los reduce solamente a los sectores pobres de la población.
Coincidiendo con esta segunda interpretación, quiero subrayar como
el movimiento de las fábricas recuperadas represente algo novedoso
que va más allá de la mera subsistencia y preservación del puesto
de trabajo y puede representar una nueva manera de entender la
producción, las relaciones de confianza entre los trabajadores al
interior de la fábrica y al exterior con los vecinos, la
solidaridad intergeneracional y la importancia del capital social
frente al capital financiero de las empresas privadas.
4) “Tejer el Futuro”…
En el año 2004 las cooperativas
italianas de comercio justo Chico Mendes[11] y
Mandacarù [12] empezaron un proyecto de
cooperación en Argentina para sustentar los trabajos artesanales
de las comunidades indígenas Wichi, también a través de la
apertura de una tienda en la Capital. Al mismo tiempo la
experiencia de trabajo en la cooperativa Chico Mendes de Milano
entusiasmó al argentino Harold Picchi que, de regreso a su país,
empezó a entrelazar una red de contactos entre varias actividades
de producción solidaria. Nació así la posibilidad de crear una
verdadera cadena productiva textil “justa”.
La idea era
construir una producción enteramente justa y solidaria, desde el
cultivo del algodón hasta la exportación de productos terminados
hacía los mercados europeos y también nacionales. De esta manera
la cadena tendría que haber incluido a varios actores en los
diferentes niveles de la producción. En el anillo intermedio (por
ejemplo tintorería, elaboración de los productos, empaquetado)
actuarán las fábricas recuperadas por los trabajadores.
El primer anillo de
la cadena está representado por la Asociación Civil Unión
Campesina (ACUC) nacida en 2002 pero constituida formalmente en el
año 2003. La ACUC está compuesta por agricultores (en mayoría de
etnia Toba) del distrito Pampa del Indio en la provincia del
Chaco, donde se produce casi exclusivamente algodón [13].
Toda la producción del algodón depende mucho del precio en el
mercado internacional. Después de varios periodos de crisis del
sector, en 2004 el gobierno argentino lanzó un plan algodonero que
permitió la recuperación de la producción después de una década de
gran inactividad. Ello favoreció el fortalecimiento de la ACUC y
la vuelta al campo de muchas familias que durante la crisis se
vieron fuertemente afectadas en sus necesidades básicas. Pero de
igual manera los pequeños productores del Chaco seguían siendo
dependientes de las fluctuaciones del precio del algodón en el
mercado mundial.
En este escenario,
el consorcio italiano de organizaciones de comercio justo CTM
Altromercato [14] decidió empezar una
colaboración estrecha con la ACUC, que en primer lugar significó
comprar el algodón a un precio más justo, estable y entonces que
no bajase en los periodos de drástico descenso del precio
internacional del algodón. El precio concordado entre la ACUC y
CTM en algunas temporada logró ser casi el doble del precio
internacional: en 2005/06 fue un 25% superior [CTM Altromercato,
2006; p. 140].
En segundo lugar
esta colaboración significó un gran apoyo técnico a los campesinos
y al mismo tiempo la eliminación de intermediarios que siempre
habían pagado a los campesinos un precio muy bajo por el algodón
producido. Además, siguiendo uno de los más importantes principios
del movimiento del Comercio Justo internacional, la relación entre
CTM y la ACUC empieza a ser una relación estable: CTM, a través de
la financiación previa (o pagos adelantados) a la cosecha o a la
producción, evita que los productores sigan endeudándose y crea un
compromiso basado en relaciones estables, de continuidad y a largo
plazo. Naturalmente ésta no es una lógica que se basa sobre el
máximo beneficio, o las máximas ganancias del importador en el
corto plazo, sino una lógica que se basa sobre el respeto de los
derechos de los pequeños productores de las regiones menos
adelantadas y la construcción de un desarrollo sostenible en el
largo plazo. Es la lógica fundamental del comercio justo. La
entrada en el escenario del consorcio CTM representó una gran
oportunidad para los campesinos de la ACUC que de esta manera
pueden gozar de una mayor seguridad alimentaria y de un trabajo
digno. El empleo de estos campesinos se estaba reduciendo
drásticamente por el utilizo de sistemas de producción más
modernos pero que al mismo tiempo no eran medioambientalmente
sostenibles y seguían reproduciendo los mismos esquemas de
concentración de la riqueza; pero también porque hace algunos años
las superficies algodoneras sembradas se están reduciendo
notablemente. En los años noventa “casi el 90% de la producción
total se recolecta a máquina”: ello significó “la pérdida de
fuerza de las cooperativas” y la “pérdida de competitividad de la
pequeña y mediana empresa”, dejando un panorama hecho sobre todo
por los grandes productores agrícolas [Pertile, 2003].
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